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martes, agosto 27, 2013

Ahí estaré...



Por Marisol Lebrija
Alumna de la Facultad de Comunicación
           
Perdí la señal.
Me advirtieron que así sucedería una vez que nos adentráramos en la virginidad del Mar de Cortés, un lugar que auguraba unas vacaciones que jamás olvidaría. Y así fue. Con la última barra de señal respondí al último mensaje de texto que recibiría de Memo. La brisa húmeda empapaba mi rostro y me despeinaba mientras esperaba a que el barco anclara en la siguiente isla. No llegaríamos hasta dentro de unas horas y mis cuatro amigas (Mafer, Fany, Erika y Diana) charlaban sobre el mundo que habíamos dejado atrás en la ciudad, mientras yo me perdía en mis pensamientos. El presentimiento carcomía mi tranquilidad. Lo sentía, algo pasaba. El paraíso terrenal que tanto me habían prometido, al que poco a poco me introducía, me iría colocando lenta e hipócritamente los grilletes de mi propia prisión. El destino estaba pactado. La celda ya tenía mi nombre.

Ese día, miércoles 30 de mayo de 2012, desperté antes que la tripulación entera. Miré a través de la ventanilla del camarote para vislumbrar el amanecer reflejado en una interminable piscina natural de la que podíamos presumir ser dueñas por un día. “Te juro que no te vas a arrepentir. Despiertas y no puedes creer que estés admirando un paisaje tan hermoso”, recordé las palabras de Ale, una amiga de la universidad que me tiraba de a loca por dudar sobre ir a La Paz. No era que no quisiera, pero algo en mí decía que no debía irme. Aún así, logró convencerme y empaqué mis maletas. Ale tenía razón, este lugar era de ensueño y este amanecer en particular era perfecto y, sin embargo, tenía un ligero toque melancólico, como si supiera lo que iba a pasar. Tranquilamente me dispuse a escoger qué traje de baño usaría aquel día, uno que no fuera a desatarse en el momento más inoportuno delante de los marineros que nos acompañaban, ya que el objetivo del viaje era realizar todo tipo de actividades acuáticas.

La jornada transcurría normal, pero al mediodía algo en mí cambió. Comenzó a invadirme la ansiedad. “Sol, ¿qué tienes? Estás súper ida”, preguntó Mafer. Me sentía encerrada en una caja de cristal a través de la cual podía ver lo que sucedía a mi alrededor, pero me era imposible escuchar qué pasaba, pues me encontraba atrapada entre mil y un pensamientos que bombardeaban mi mente.

Quince días antes me encontraba en júbilo: era la boda de mi madre. La felicidad que irradiaban ella y su esposo nos contagiaba a todos los presentes. Los solteros, después de escuchar los votos, compartíamos el sentimiento de querer encontrar, algún día, a la persona que nos hiciera igualmente dichosos. La pareja partió a su luna de miel de diez días, lo que significaba que no vería a mi madre en tres semanas, pues el día que ella planeaba llegar a casa, yo volaría a Baja California para encontrarme con mis amigas.

¿Habría llegado bien mi mamá? Tenía días sin hablar con ella y, sin cobertura de red, ¿cómo haría para saber si todo estaba bien? Mis hermanos, no, ellos están bien. ¿Memo? No. No creo. 

Por alguna razón se formaba continuamente un nudo en mi garganta. Las demás comenzaron a notar mi inquietud e intentaron convencerme varias veces de que todo estaba bien. Pasaron dos días y la intuición era demasiada, estaba segura de que algo había sucedido. La noche del viernes me acosté en un camastro en la punta del barco para admirar un cielo estrellado que, reflejado en el agua, me hacía sentir como si flotara en un universo de terciopelo negro salpicado de diamantes resplandecientes. Todo era silencio y, sin embargo, había un escándalo dentro de mí. La cuenta regresiva había comenzado y dentro de unas horas recibiría la noticia.



La mañana del sábado desperté cuando los motores del barco se encendieron y las olas comenzaron a golpear estridentemente contra mi camarote. Me vestí como pude, tambaleándome y tropezando con todo, y subí para disfrutar el viaje de regreso con mis amigas. El mar estaba particularmente picado aquella mañana, lo que permitía que el agua alcanzara a empaparnos aún estando en el último piso. La emoción de regresar corría por mis venas, por fin sabría de mis allegados, todo tenía que estar de maravilla. En cuestión de horas anclaríamos en la marina de La Paz. Un día más para volar a casa.

—¡Ya hay señal! —exclamó Fany. Corrí a prender mi celular y esperé, impaciente, hasta que la última barra de cobertura de red se llenara. De pronto, el repique de decenas de mensajes de parte de mis familiares, amigos y compañeros de trabajo llenaron la habitación. “Marisol, nos urge te comuniques”, “¡Marisol, contesta!”, “¡Marysun, márcame!”, “¡Sol!, ¿Ya llegaste?”. Mi intuición no me había fallado, algo había pasado.

La primera llamada que realicé fue a mi madre, mi mayor pendiente. La segunda fue para Memo. Moría de ganas de avisarle que faltaba poco para vernos pero no respondió. Marqué para reportarme con otro compañero de trabajo, Gustavo, quien contestó inmediatamente. Esa llamada quedaría tatuada por siempre en mi memoria.

—¿Marysun? ¡Qué onda! ¿Ya llegaste?
—Llego mañana. Mi vuelo sale a las cuatro. Oye, hablo para reportarme. Es que recibí varios mensajes de ustedes pero no tenía señal y apenas me están llegando— Silencio. Gustavo suspiró.
—¿Estás sentada? Hay algo que tengo que decirte—, obedecí. No podía recordar cuándo fue la última vez que puse tanta atención. No me explicaba por qué podía leer con perfecta claridad la palabra MUERTE en mi mente. Deseaba con todas mis fuerzas que mi intuición, la eterna aliada de las mujeres, me traicionara por primera vez. No quería escuchar lo que ya imaginaba. 
—Híjole, Marysun, no sé cómo decirte esto pero… —la voz se le entrecortaba— Memo tuvo un accidente el miércoles. Y falleció.
Se habían confirmado todos mis miedos. Recordé cómo mi ansiedad comenzó a partir de ese día.
—¿Estás ahí? —Procesé lentamente cada una de las palabras.
—¿Cómo dijiste?
—Salió en la mañana de la oficina al terminar su turno, y cuando estaba a punto de llegar a su casa, se le atravesó una pipa de gas que lo tumbó y le pasó encima. Iba en su moto.
La moto roja que lo acompañé a comprar un mes antes para evitar largas horas de tráfico. Esa moto en la que hacía una semana habíamos dado nuestro primer paseo. La moto en la que acordamos empezar a salir. 
—Es broma. Me estás mintiendo—, esperaba que en cualquier momento rompiera en risas de victoria por haberme hecho caer redondita en su juego. Pero la ternura en sus palabras terminó por convencerme. Nadie estaba jugando. Sin darme cuenta, un río de lágrimas ya corría sin control por mi rostro. —No, nena. Todos tratamos de comunicarnos contigo pero nunca entraron las llamadas ni los mensajes—. Jalé una bocanada de aire para intentar llenar los pulmones que comenzaban a fallarme. Le pido a mis pulmones ganas para respirar.
—¡Por qué me estás mintiendo!
—Nena, no te estoy mintiendo. Todos estamos igual, nadie se la cree todavía. Todo pasó muy rápido: el velorio, la cremación. Está en la Iglesia de Covadonga, en la cripta de su familia…
—¡Ya, no sigas!— lo interrumpí. No pude más. Hecha pedazos, me desplomé hasta el piso, ahogándome en mi propio desconsuelo. Gustavo comenzó a llorar también.
—¡Ay, Marysun! No sé qué decirte. Siento horrible porque yo sabía lo que estaba pasando entre ustedes. De hecho, de las últimas cosas que platiqué con Memo fue sobre ti. De lo emocionado que estaba de estar contigo y cómo se arrepentía de no haberse atrevido a darte un beso.  
Lo recordaba bien. Nos habíamos quedado a centímetros de dárnoslo, parados en la puerta de mi casa en una noche particularmente especial, pues era la primera vez que salíamos como pareja. La confesión de sus sentimientos el día anterior me había tomado por sorpresa, pero más sorprendido estaba él cuando admití sentir lo mismo. La amistad de tantos meses finalmente pasaría a la siguiente etapa. Memo me despedía, pues al siguiente día yo volaría a La Paz sin tener idea de lo que me esperaba cuando volviera. Jamás imaginé que nuestra primera cita, sería la última. Nunca preví que aquella despedida, sería un adiós definitivo. Y ni en sueños pensé que aquel beso prometido para mi regreso, no llegaría.
Me quedé inmóvil en el suelo. La idea de que Memo se había ido de este mundo me era inconcebible. Quería escuchar su voz diciéndome que no era cierto, que estaba bien y que estaría esperándome, que todo había sido una broma de mal gusto que me había jugado con Gustavo. Esto no podía estar pasando.

Desde que te fuiste, todo es lento. Mis amigas no sabían cómo consolarme ni qué decir. No importaba. Nada podía traer a Memo de vuelta. En cuanto anclamos, caminé sola a la playa pensando en todo lo que ya no tendría oportunidad de decirle. Pensaba en su rostro, su sonrisa, esos pícaros ojillos negros que decían a gritos lo que pensaba, y su risa, esa carcajada que contagiaba a cualquiera que lo escuchara.
Quería hablar con él y lo haría. Dejé mis zapatos a la orilla del mar y caminé unos cuantos metros para sentarme en un monte de arena. Aunque se hubiera ido, sabía que estaría ahí, escuchándome, dondequiera que estuviera.
No me guardé nada. Confesé cada detalle desde que nos conocimos hasta aquel viernes 25 de mayo, nuestra primera cita. Reía y recordaba con él los momentos que quedarían grabados en mi memoria, pero también, enojada, le reclamé haberse ido. Aunque en ese momento no lo entendí, fue cuestión de meses para comprender que todo fue parte de un plan divino. Finalmente, agradecí a Memo todas sus enseñanzas, los momentos que intensamente vivimos juntos y por haberse cruzado en mi camino.
Regresé por los zapatos, me percaté que algo brillante salía de entre la arena. Una pequeña conchita, como recién pulida y perfecta, reposaba junto a ellos. Me pregunté si antes había estado allí y no me había dado cuenta. Recógela, pensé. Para mi sorpresa, al levantarla, observé que tenía perforado naturalmente un pequeño orificio. La conchita era un dije.

Al día siguiente, domingo 4 de junio de 2012, me esperaba el avión que me llevaría a casa. No puedo explicar la impotencia que sentía de estar tan lejos de todo lo que había sucedido. El barco y La Paz se habían convertido en una celda en la que continuaba presa. Pasé todo el sábado llorando hasta quedarme dormida. Aún había que esperar unas horas de encierro para regresar a México.
Por suerte había empacado un vestido negro, pues no tenía humor para usar otra cosa. Mi aspecto era terrible. Hice lo que pude para disimular los ojos hinchados. No era suficiente sentirme física y mentalmente golpeada, sino que me veía tal cual. El vuelo fue una pesadilla y, de vez en cuando, atraía la atención de aeromozas y pasajeros que me veían sollozar en silencio.
Mi familia fue a recibirme temiendo el estado en que irían a encontrarme. Cuando emergí de aquellas puertas transparentes en el aeropuerto nacional, mi mirada lo decía todo. Ansiaba refugiarme en los brazos de mi madre. A ella y a mi hermana, les conté lo sucedido una vez más y me sumergí en un llanto que continuó semanas y meses. No tenía sentido seguir contando los días. El letargo parecía interminable.

Nunca había vivido una muerte así. Comencé a pensar que si Memo se había ido, tal vez morir no era tan malo. Mi filosofía de vida cambió y mi forma de ver el mundo también. Creo en el amor, nunca deja morir ni ausentarse al que tuvo que irse antes. Memo viviría de una forma distinta, pues lo haría a través de mí. Además, me percaté de que usaba distintos medios para hablarme.
El último día que lo vi me dedicó una canción de Los Claxons, su grupo favorito, y después de su muerte, volví a escucharla y comprendí el mensaje oculto. Era una despedida: Ahí estaré, buscando la oportunidad. Un descuido de tu mente para poder colarme.
De pronto, la idea de comprar el último álbum del grupo, “Camino a encontrarte”, no salía de mi cabeza y no descansé hasta conseguirlo. En tus vueltas a la compra, en los discos que oigas, ahí estaré. Nunca esperé encontrar en las demás canciones tantos mensajes, pues en ellas se plasmaba todo lo que sucedió. En una, él me hablaba y en la siguiente, yo le respondía. El disco narraba nuestra historia.

Era martes 5 de marzo de 2013 y llegué a casa para encontrarme con la visita de Paty, una amiga muy querida de mi madre. Siendo ella más espiritual que religiosa, al igual que yo, le platiqué mi historia con Memo y cómo habían pasado nueve meses sin que dejara de ocupar mis pensamientos un solo día. “Seguramente tiene algo que decirte”, aseguró Paty, y me dio el número de alguien que podría ayudarme. Era de Diana, una médium.
Contemplaba mi teléfono, dudaba si hacer la llamada. Al cabo de unos minutos me armé de valor. Diana me citó el jueves de la misma semana a las cinco de la tarde en su hogar.
El número 57 de la calle Leopoldo Beristain era una casa de paredes color durazno y bordes blancos. La reja de rombos negros creaba una ilusión óptica, como si un hoyo negro hipnotizara provocando un acercamiento. Imaginaba que una mujer anciana, con amuletos de distintas piedras colgados del cuello y una colorida vestimenta bohemia abriría la puerta. Sin embargo, me topé con todo lo contrario. Diana, una mujer de unos cincuenta años, rubia ceniza, ojos azules casi albinos, medianamente alta, vestía unos pantalones claros acompañados de una blusa suelta. Nada fuera de lo común.
Su hogar era como cualquier otro, sin colguijes ni amuletos, sin olor a incienso ni nada característico de una médium. Tenía tres mascotas: un gato, que celosamente me observó hasta que me adentré en la residencia, y dos canes, un pug regordete y un chihuahua hiperactivo, que empezando la sesión se quedaron profundamente dormidos. Diana me asignó un lugar en una esquina de la mesa cuadrada de madera del comedor. Al sentarme, el felino brincó junto a mí; según explicó ella, indicaba que todo estaba listo para el contacto, pues los gatos son los guardianes del mundo espiritual.

Apenas me acomodaba e intentaba romper el hielo cuando Diana, concentrada y mirándome con atención, me interrumpió: “Ya está aquí”. Se encogieron mis pupilas, mi respiración se entrecortó. Busqué por la habitación para encontrar a Memo en algún rincón, pero no estaba.
La espiritista explicó que las almas se comunican a través de ondas más rápidas que las que tenemos los humanos. Al faltar un cuerpo físico, aquellas ondas se extienden con mayor velocidad y que, por eso, debía cerrar los ojos de cuando en cuando para escuchar con claridad lo que Memo decía.
“Está ansioso de hablar contigo. Quiere que sepas que aquel día en la playa escuchó y agradece todo lo que dijiste, incluyendo tus reclamos”. Aquello confirmaba que sí era él y que Diana era una auténtica médium, pues ella no tenía por qué contestar lo que sólo yo sabía que había sucedido: la playa, mis confesiones, el reclamo por su partida, la frustración de no haber tenido tiempo. Aún así, bien sabía yo que para crear un enlace espiritual, se necesita de un elemento adicional: fe.
Para que pudiera entender esta conexión, Memo pidió a Diana explicarme cómo funciona. A través de ella, él trató de aclarar el porqué de su partida. Dijo que las almas venimos en grupos conformados por las personas que nos rodearán en vida: familia y amigos. Todo está planeado a propósito, principio y fin. Se escogen los roles, como en una obra de teatro. Y a fin de cuenta somos pasajeros solos con distintos destinos y maneras de llegar. “Yo escogí venir al mundo y morir con el propósito de enseñar el amor incondicional, es decir, que por medio de mi muerte, la gente cercana apreciara lo realmente importante en la vida, dejando de lado lo material”. Aprovechar al que tienes al lado. “Mi destino ya estaba pactado. Ese día intuí que algo pasaría y, aún así, sabía que debía salir en la moto”. Y dicen que para irse en paz, no hay que tener el pecho a punto de explosión.
Supongo que notó la incomprensión en mi rostro y por eso añadió: “Sé que en tu corazón no cabe entender por qué en ese momento tuve que irme. Sólo debes comprender que así tenía que ser. Pero no te preocupes, estoy más vivo que nunca”. Quizás eso era cierto, él sigue en mi mente.
Respondió a otro tipo de preguntas. Diana se encargó de aclarar por él un concepto: la inspiración. “La conchita que traes puesta, la que encontraste en la playa, efectivamente la mandó él. Eso se llama inspiración. Los seres de luz hicieron que la recogieras para que supieras que Memo no se había ido en realidad, sólo había dejado el mundo terrenal. Por medio de la conchita, tú tendrías un amuleto con el que sintieras que él está contigo. Por lo mismo, sentiste la necesidad de adquirir el álbum de Los Claxons, pues esos seres de luz sabían que por medio de ese disco podrían darte a conocer un mensaje divino”. Quedé completamente atónita al escuchar eso.
A través de Diana, Memo declaró todo lo que en vida jamás pudo. Admitió también haber sentido desde un inicio la conexión que tanto caracterizaba nuestra relación, aquella que parecía haberse construido durante años y que sólo tomó unos meses. Hebras de almas gemelas, trenzándose a leguas. Sólo esperaba la oportunidad para confesar lo que sentía, y cuando el momento correcto llegó, coincidentemente era el final. Y, ¿cómo hacer para meterme en tu cabeza, después de tanto tiempo estando a tus pies?
“Memo soñaba con encontrar a la persona de la que pudiera enamorarse y con quien pudiera compartir su vida para formar una familia. Desde que te conoció, te quiso y supo que esa persona eras tú, que eras la mujer de sus sueños y que serías el amor de su vida”. Tú llegaste y yo encontré el amor. “De no haberse ido, habría buscado casarse en tres o cuatro años y tener hijos contigo. Asegura que hubieras sido la madre perfecta, y aunque ya no sea él el padre, querrá mucho a tus hijos”. Es que yo sé, no estoy pecando de insistencia, si ya visualicé un futuro junto a ti.
Lo único que pensaba era cómo Memo había logrado quitarme todas las barreras. Le había confesado mi dificultad para enamorarme y abrirme a alguien. Pues sin darte cuenta, mi armadura derretiste. Logró hacerme ver el mundo diferente y, por eso, fue increíblemente fácil y rápido caer. En cuestión de nada, se me fue alejando el piso. Sin querer, le había abierto a Memo mi corazón de par en par.
De pronto, comencé a sentir una energía cálida sobre mis brazos, mis hombros y la espalda. “Memo está abrazándote en este momento”. Fue la gota que derramó el vaso. Cubrí mi rostro con las manos y comencé a llorar. Me abrumaba la emoción de estar tan cerca y a la vez tan lejos. Era desesperante. Podía sentirlo pero no verlo. Esta vez, Diana habló directamente en su nombre: “No llores, porque sufro. Quiero ver a la niña sonriente, alegre y locuaz de la que me enamoré”. Tragué mis lágrimas e inhalé profundamente. “Acaba de darte un beso en la frente”, dijo la espiritista sonriendo.
“Es momento de irme”, dijo Memo y rápidamente pregunté si había algo que no hubiera dicho, que quisiera decir ahora. Respondió: “Ya nos habíamos conocido en vidas pasadas y no te preocupes, tú y yo nos volveremos a ver”. ¿Cómo será nuestro encuentro? ¿Te gustaré de nuevo? ¿O me creerás cuando te cante que te quiero?
Diana señaló hacia un lado de la habitación: “Ahí está y se está despidiendo. Dile lo que sientes. Él te escucha”. Volteé hacia donde ella indicaba. Se lo dije claro: “Yo me enamoré de ti”. Te vi, te miré y me enamoré de ti, un ratito.
La espiritista, sin perder la concentración, articuló las palabras que Memo le dictaba: “Entonces no imaginé nada de lo que sucedió. Fue real y era mutuo. Yo también me enamoré de ti”. Aquella respuesta me trajo la paz que tanto buscaba.
“Memo, te quiero y te extraño todos los días. ¿Es muy egoísta de mi parte pedirte que nunca te vayas, que estés siempre conmigo?”, pregunté. No te vayas nunca de mi lado. Quédate.
“No, nunca me fui. Siempre estaré contigo”, respondió Diana por él. Estaré atento, no perderé ningún detalle. “¿Hay algo más que desees agregar?”, le preguntó. La respuesta la hizo sonreír aún más: “Dile que la amo y que siempre que me llame, ahí estaré”. Podía leerse la ternura en su mirada. Y cada vez que pienso en ti, tengo motivos para amarte siempre, hasta la eternidad.
“Adiós” fue la canción que me encontró unos días después. Estaba en sentada en la computadora buscando más melodías de Los Claxons, la banda de jóvenes regios que, sin percatarse, narraron paso a paso nuestra historia. La de Memo conmigo, la mía con él.

Yo no sé mucho, sólo que tu boca logró cerrar mis ojos y perderme.
Llámame iluso, pero sentí flotar.
Qué lástima tener que ponerle pausa a la película y tener que esperar a volverte a ver.
Y del futuro, poco te puedo hablar. Sólo sé que batallará en quitarme esto de encima de mí.
Me gustaría poder hojearte y ver la siguiente página.
Tendré que esperar a verte llegar y sé que voy a extrañarte.
Me gustaría partirme en dos.
Pensaré que todo esto es parte de un plan mejor que se le ocurrió a Dios, pues hasta el día en que te vuelva a ver, me quedaré con ganas de ti.
Parece absurdo tener que verte volar y yo con estas ganas de estar cerca de ti, cerquita de ti.
Me gustaría poder atarte a estos brazos y tenerte siempre aquí.
Y hasta el día en que te vuelva a ver, me quedaré con ganas de ti.

El encuentro con la médium me permitió cerrar un ciclo. Saber que Memo estará conmigo siempre, que permanece la esperanza del reencuentro. Yo, por ahora, en la Tierra. Él, en el paraíso. Y siempre con la certeza de una canción que nos unirá por siempre: Ahí estaré.



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